sábado, 30 de mayo de 2020

Crítica: Mil Siluetas de La Unión (1984)

Entre las polémicas que han ido rellenando estos dos meses y medio de vida dislocada para todos, surgió la de la separación de la banda La Unión (curiosa coincidencia). Una separación que me parece que tendremos que poner unas cuantas comillas hasta que se resuelva ya que no todas las partes parecen tener la misma disposición a desmontar un proyecto de casi 40 años. Pero como en este blog nos dedicamos a valorar las obras musicales de los artistas, vamos a darle una cara positiva a todo este embrollo con un repaso a la que fué su primera obra de estudio.

Para ello, debemos echar la vista atrás a la primera mitad de los años 80 en plena Movida Madrileña con toda una juventud cansada del encorsetamiento que años atrás había supuesto la dictadura franquista. Ese movimiento sirvió de marco de una época en la que se mezcló una gran creatividad musical (Radio Futura, Los Secretos, Mecano, Tino Casal, Alaska y Dinarama), junto a un renovado movimiento feminista, la despenalización de la homosexualidad; pero también una fuerte experimentación con drogas que como me han dicho muchas personas de la época, se llevó a media generación por delante.

Cuando se unieron…

La Madrid de los años 80

En medio de este ambiente de primera mitad de los años 80, concretamente en 1982, cuatro chicos madrileños formarían un grupo de new wave que rápidamente se pondría a componer piezas instrumentales. Mario Martinez en la guitarra, Luís Bolín en el bajo y Iñigo Zábala en los teclados dejaron lista la base de las canciones y Rafa Sánchez posteriormente le añadiría las letras. A partir de ese punto, era cuestión de encontrar una discográfica en la que editar sus temas y todo 1983 se dedicó a acabar de componer, hacer sus primeras tablas sobre el escenario y lograr el contrato con Warner en España.

Ya en 1984 con el contrato bajo el brazo, Nacho Cano (integrante/compositor de la banda Mecano y amigo de Bolín) y Rafael Abitbol empezarían a producir las canciones del disco, dejando listo el potencial hit del mismo para que empezara su difusión. El 12 de marzo de 1984, Lobo-Hombre en París se promocionaba en la sala El Sol de Madrid donde Luís Bolín trabajaba pinchando música por aquellos años. Realmente crearon una fuerte expectativa con esta promoción y publicación del single poco tiempo después hasta que a finales de 1984 salió por fin el disco.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Crítica: Permanent Waves de Rush (1980)

2020 está siendo un año bastante raro por todo el asunto de la pandemia que estamos viviendo. Pero a principios del mismo, en enero, ya hubo una noticia que a muchos nos hizo entristecer de gran manera, la muerte de Neil Peart. No sólo se nos ha ido uno de los mejores bateristas de la historia, también uno de sus mejores letristas. El suyo es uno de esos casos en los que su contribución hacía que una banda que antes de su presencia ya era muy buena pasara a ser una entidad más profunda en su mensaje y más ambiciosa en sus formas.

Como homenaje a su extraordinaria carrera musical hoy trataremos uno de los discos más importantes en la carrera de Rush y que pocos días después del fallecimiento de Peart cumplió 40 años, Permanent Waves. Obra engendrada después de una década de los años 70 en la que pasaron de ser una banda que generaba dudas a su discográfica por lo poco “comerciales” que eran a cerrar bocas con 3 de los mejores discos de rock progresivo de la década: 2112 (1976), A Farewell to Kings (1977) y Hemispheres (1978). En ellos nos encontrábamos a estos músicos canadienses alcanzando paso a paso su límite técnico y de estructura compositiva.

A nivel conceptual/narrativo ya habían logrado alcanzar su zénit en estos tres discos también con largas suites como la que da nombre al disco de 1976 o en sus dos discos siguientes con las dos partes de Cygnus X-1. Neil Peart tras los parches y las letras había dado lo mejor de sí y Geddy Lee (bajo y voz) con su inseparable amigo Alex Lifeson (guitarra) habían demostrado ser unos músicos espectaculares en una década en la que precisamente no había escasez de genios. Simple y llanamente eran 3 tíos en el estudio y el escenario que sabían sonar a 6 y no ser menos que grandes como Genesis o Yes.

Hora de replantearse las cosas

Pero estos tres músicos que habían logrado tener éxito con su rock progresivo (incluso cuando dominaba el punk) pensaron que era el momento de ver si podían comprimir su fórmula en composiciones más breves. Cuando en 1978 grabaron para el álbum Hemispheres la canción La Villa Strangiato y tuvieron problemas para memorizar todas las partes y grabarlas de una tirada, ahí hicieron su click. Para su próximo álbum tenían que complicarse menos la vida, disfrutar más del proceso, darse alguna concesión…

Alex Lifeson, Neil Peart y Geddy Lee

sábado, 23 de mayo de 2020

Crítica: Black Sabbath de Black Sabbath (1970)

En la carrera de historia del arte aprendí que los pasos entre el mundo antiguo y medieval o entre la era del Renacimiento y el Barroco a nivel artístico, no eran algo brusco ni que se pudiera fechar en un año concreto. La gente no se iba a dormir el 31 de diciembre de 1491 diciendo “¡Somos del medievo!” y se despertaba el 1 de enero de 1492 celebrando que eran gente de la Edad Moderna. Los cambios o innovaciones culturales son un elemento que entra como una niebla, afecta a una parte de la población mientras otra aún conserva formas del pasado. 


Esta niebla sutilmente va empapando a la gente de la época hasta que todo el mundo ha hecho el tránsito y paralelamente nos encontrariamos a gente que ya está creando una nueva niebla, una nueva era. Esa acostumbra a ser la norma general, pero ¿qué ocurre cuando te encuentras con un grupo de gente que de manera concreta precipitó la formación de un estilo? Pues que para los que nos dedicamos a historiar el arte es un privilegio que merece la pena difundir y que pocas veces se ve. Esta ocasión es más especial si celebramos el 50 aniversario del disco que abrió de forma rotunda ese estilo o género, el Heavy Metal.


Por los alrededores de 1970…


Mucho debate hay abierto por parte de los amantes del género sobre que bandas o músicos influyeron al surgimiento del sonido y tono de la obra que analizaremos. Primeramente, con el endurecimiento del sonido del rock (incluyendo el rock and roll) y el blues con bandas como Led Zeppelin, Cream o Jimi Hendrix Experience o canciones individuales como Summertime Blues de Blue Cheer (1968), Helter Skelter de The Beatles (1968), 21st Century Schizoid Man de King Crimson (1969) o You Really Got Me de The Kinks que se remonta a 1964. 


Este nuevo ecosistema con un sonido más potente y distorsionado influyó fuertemente a un conjunto de bandas que viraron a ese sonido y le sumaron sus propias influencias: Deep Purple (que en 1970 cristalizó su transformación al hard rock), Uriah Heep (con su fantástica mezcla de hard rock, toques del primigenio heavy metal y rock progresivo), la banda alemana Lucifer’s Friend (desafortunadamente más desconocida, pero con una técnica y estilo impresionantes, sabiendo amalgamar lo mejor del rock duro, el heavy y progresivo).

Bill Ward, Tony Iommi, Ozzy Osbourne y Geezer Butler: unos genios

Pero de todas las bandas del momento, la que tomó un sonido más peculiar o nuevo fué Black Sabbath, que en febrero de ese año 70 presentaría su disco homónimo generando admiración y rechazo a partes iguales. Sus raíces eran del blues rock, siendo dos de sus integrantes, Tony Iommi (guitarrista) y Bill Ward (batería) dos músicos que venían de una banda de este estilo llamada Mythology. Pero su temática era más mistérica, tenebrosa y ligada por momentos al terror, debido a que Iommi y Geezer Butler (bajista) eran grandes fans del cine de terror, entre los films, Black Sabbath de Mario Bava con el actor Boris Karloff (1963).

miércoles, 20 de mayo de 2020

Crítica: Distance over Time de Dream Theater (2019)

3 años de espera tuvieron que pasar hasta que Dream Theater publicase su nueva obra de estudio y su lanzamiento era bastante esperado tras lo que ocurrió con The Astonishing. La obra de 2016 era un ambicioso disco conceptual de más de dos horas que aún teniendo buenos momentos a nivel musical estaba bastante plagado de relleno y momentos menos inspirados. Sumemosle a que la historia tratada en el disco era una suerte de Juego de Tronos en un futuro distópico, pero con una narrativa bastante pueril. En definitiva, el disco que menos me ha gustado de la dilatada carrera de esta banda.

Igualmente, sabiendo la calidad de estos músicos estaba esperando que llegaran con una obra que redimiera la sensación agridulce del disco conceptual. Una de las pistas de que este disco podría estar bien enfocado, fue cuando en 2017 hicieron una gira de homenaje a los 25 años de Images and Words (la primera obra maestra de su carrera). En una entrevista de ese periodo el guitarrista John Petrucci dijo que esa gira y repasar algunas de las mejores canciones de su carrera, les estaba sirviendo para saber hacia dónde querían ir con su próximo disco.

Un esfuerzo colectivo

En orden: John Myung, Mike Mangini, James LaBrie, John Petrucci, Jordan Rudess

La segunda gran pista de que la dinámica creativa de este disco podría ser mejor era el hecho de que se iban a juntar todos los integrantes de la banda en una cabaña convertida en los Yonderbarn Studios en Monticello, una población cercana a Nueva York. Esta reunión de unas cuantas semanas sería para componer en equipo el material del disco que hoy analizamos y al mismo tiempo hacer una obra más concisa y enfocada. Atrás quedaba esa dinámica en la que el 90% del trabajo compositivo recaía en los dos mismos: Petrucci y Jordan Rudess (tecladista).

Tal fué el éxito de la fórmula que en 18 días ya tenían compuesto el grueso del material del disco y ya sólo quedaban las tareas de grabación y producción, que recaían en James Meslin y en el mismo John Petrucci. En varias entrevistas y videos colgados por la banda parecía que se respiraba buen ambiente entre los integrantes y durante y tras la grabación del disco mostraron una gran satisfacción por el proceso y se planteaban que tal vez este era el modo en el que debían trabajar de ahora en adelante. Entonces en diciembre de 2018 apareció el primer single del disco…

lunes, 18 de mayo de 2020

Crítica: Rising de Rainbow (1976)

En 1976 alguien tan talentoso como el cantante Ronnie James Dio podía darse con un canto en los dientes de haber sido descubierto por el genio y figura Ritchie Blackmore, el hombre de negro y ex guitarrista de Deep Purple. Con el éxito del debut de Rainbow, Ritchie Blackmore’s Rainbow (1975), la sociedad entre Dio y Blackmore parecía una destinada grandes cosas. Eso sí, los otros miembros heredados de la anterior banda de Dio, Elf, fueron despedidos por Blackmore buscando unos músicos más flamantes a nivel técnico. 


Cozy Powell (batería), Jimmy Bain (bajo) y Tony Carey (teclados) acababan de formar un dream team modélico que en aquel momento eran como jugadores jóvenes de fútbol que en unos pocos años estarían diseminados por algunos de los mejores equipos europeos. Pero por aquel entonces motivados por el proyecto entre manos, se pusieron bajo el a veces tiránico mandato de Blackmore. La banda tuvo tiempo a conocerse bien durante la gira del disco de 1975 antes de ponerse con el álbum que aquí tratamos.


A nivel de composición las ideas venían de la dupla Dio/Blackmore con algún input puntual de Cozy Powell. En tres semanas en el Musicland Studios de Munich se ventilaron la composición y grabación del disco con el gran productor Martin Birch, que ya había trabajado con ellos, con Deep Purple y que por añadirle más miga, luego sería productor de Black Sabbath o Iron Maiden. Sumadle a que según Blackmore y Dio, por aquel entonces en esos estudios rondaba gente como Elton John, Queen o Giorgio Moroder, la flor y nata del momento. ¡Vaya época para estar vivo!

En orden: Tony Carey, Ritchie Blackmore, Jimmy Bain, Cozy Powell y Dio


sábado, 16 de mayo de 2020

Crítica: The Slow Rush de Tame Impala (2020)

Es curioso que tras cinco años desde su último disco, Tame Impala vuelva con un disco dedicado al tiempo y a nuestra vida a través de él. Kevin Parker (que pasará a ser el nombre que para la gente angloparlante equivalente a Juan Palomo) ha pasado por un proceso de popularización enorme tras el éxito de su anterior disco, Currents; y se ha metido en labores de producción y composición para otros artistas a lo largo de todo este tiempo. ¿Ejemplos? Lady Gaga, The Flaming Lips, Mark Ronson, Kanye West…
Pero su proceso no se ha limitado sólo en la vertiente profesional, sinó también en la personal, ya que en 2019 Parker se casó. Entonces, es inevitable que todos esos elementos afecten a su manera de tratar la temática del tiempo, que como antes os exponía, es el eje temático de esta obra. Si le sumamos el hecho de que no sabíamos cómo podía afectar este tiempo sin sacar disco al estilo de la música que surgiera; la incógnita era bastante grande. Escuchado el disco, os iré desgranando un poco su contenido.

La Forma

A nivel de estilo, The Slow Rush parece una profundización en el estilo de Currents, es decir, pop psicodélico con momentos bailables con bastante presencia del elemento electrónico. Eso si, Kevin Parker es un músico con un enorme fetiche por rescatar esa electrónica analógica del pasado, la que en los años 70 y 80 le daba ese encanto especial a una música que en su momento usaba estos aparatos como una forma de incorporar el futuro en su presente. Pero algo se ha radicalizado en su fórmula.

La guitarra parece desaparecida o muy bien escondida y el tono se puede considerar más lounge en la música. ¡Que si! Que hay canciones más animadas, pero como decía Kevin Parker en una entrevista con Zane Lowe de Apple Music, era inevitable que al rodearse del ambiente soleado de Los Angeles durante la escritura y grabación del disco, eso afectase al tono del mismo. La sensación es que las canciones ocurren dentro de un ecosistema particular y aunque puede haber momentos memorables, todo resulta ser bastante uniforme.

 

martes, 12 de mayo de 2020

Crítica: Market Square Heroes y Script for a Jester's Tear de Marillion (1982-1983)

Arte de Script for a Jester's Tear creado por Mark Wilkinson.


Entre las bandas mas populares del rock progresivo clásico siempre resuenan los nombres de Pink Floyd, Genesis, Yes, King Crimson, Supertramp o Rush como modelo de este estilo de música. Nombres muy representativos de la década de los años 70, pero que son al final una reducción de una música que ni ya se limita sólo al rock y que por fortuna ya tiene una historia de mas de 50 años y en expansión.

Si por ejemplo ponemos la mirilla en la década de los 80, podríamos seguir viendo las bandas antes nombradas haciendo una metamorfosis a otros estilos dentro lo que ya podríamos llamar música progresiva o incluso marchando del género buscando una nueva fortuna y público. ¿Pero quedaron herederos de esa música en los 80? La respuesta es un claro SI, pero adaptándose al sonido de la nueva década. 

Ejemplos muy honorables como Marillion, Saga o Pendragon demostraban que continuaban habiendo músicos con suficiente ambición y técnica para tomar el testigo, aunque seamos sinceros, para un público más reducido. De todas ellas, quedémonos con Marillion, banda británica formada a finales de los años 70 por Mick Pointer (batería) y Doug Irvine (bajista), pero que iría encontrando su sonido a medida que unía a la banda a Steve Rothery en la guitarra, Fish como cantante, Mark Kelly en los teclados y Pete Trewavas como bajista definitivo.

En orden: Mark Kelly, Mick Pointer, Fish, Steve Rothery, Pete Trewavas

En esta entrega analizaremos los dos primeros trabajos discográficos oficiales de esta banda, para redescubrir su valor musical a casi cuatro décadas de su lanzamiento y su papel en fomentar la continuidad de la música progresiva junto a otros discos del mismo género. Hoy vemos el EP Market Square Heroes y Script for a Jester’s Tear.